Viernes 10 de octubre de 2014 | ADN
Cultura. La Nación
Festival que crece. Con sus permanentes recitales públicos y sus mesas de debate, el encuentro internacional que se realiza en la ciudad santafesina despliega un fértil panorama de las muchas estéticas de los creadores actuales.
Por Martín Lojo
Aunque el nombre del bar Bienvenida Casandra no podría ser
más adecuado para un recital de poesía, los que demoraron su copa más allá de
la medianoche, cuando comienza la última actividad diaria del 22º Festival
Internacional de Poesía de Rosario, no saben bien cómo reaccionar ante los
jóvenes y no tan jóvenes poetas que alzan la voz y eligen sus palabras más
contundentes para imponerse al murmullo. De a poco las respuestas
desprejuiciadas aparecen, desde la diatriba jocosa –“¡pará con la demagogia!”-
hasta el aplauso fervoroso y, más de una vez, el silencio expectante. En ese
espacio hostila la lectura, la poesía parece una batalla viva y se extiende en
las conversaciones de los pasillos: técnicas de costura de libros y materiales
de encuadernación, cuál es el mejor modo de entrevistar a un poeta, el proyecto
de un ensayo sobre el libro de poemas perdido de Juan L. Ortiz.
Quien asistió a los tres días de lectura, del jueves 25 al
sábado 27 de septiembre, más la visita a una completísima feria de editoriales
independientes, pudo reconstruir un mapa extenso de poéticas tramado por varias
generaciones y asomarse a la producción de jóvenes autores que escriben en
español en tres continentes. El homenaje a la obra de Juan José Saer con el que
abrió el Festival, en la sala del centro cultural Plataforma Lavardén, fue ya
un punto de partida de la lucha de tradiciones y centros. En la mesa Escribir
con Saer/Escribir contra Saer, Fabián Casas, Francisco Bitar y Jorge Isaías
discutieron sobre la influencia de la obra del santafesino en las nuevas
generaciones. Sus logros poéticos, mediados por la poesía de los 90, son ya una
fuente de recursos en la que los autores jóvenes pueden abrevar sin el peso de
su sombra. Bitar trazó un mapa contundente para señalar el pulso de la
escritura actual: “Hay una patria chica entre Rosario y Bahía Blanca, con
Buenos Aires en el centro”. Tomar distancia de ese centro estimula el trabajo
más radical “entre la resistencia y el resentimiento”.
El amplio recorrido de las lecturas, a las que día a día se
acercó una cuantiosa concurrencia, permitió oír producciones nuevas de poetas
ya consagrados, como Fabián Casas, Osvaldo Aguirre, Elvio Gandolfo, quien
despertó elogios en la presentación de su reciente libro El año de Stevenson, o la cordobesa María Teresa Andruetto, que
puso en escena un diálogo entra “la chica pueblerina que fui” y una joven Patti
Smith. Pero el punto fuerte del Festival en los últimos dos años fue el
desbroce de la producción de poetas jóvenes. En 2013 la Editorial Municipal de
Rosario y el Centro Cultural Parque España editaron 30.30, el libro oficial del encuentro, que reunió trabajos de 30
poetas argentinos nacidos entre 1983 y 1991. Este año, Daniel García Helder,
Daiana Henderson y Bernardo Orge ampliaron la búsqueda con la selección de 33
poetas de habla hispana, nacidos entre 1980 y 1995 en América Latina, España y
Estados Unidos, rastreados no sólo a través de libros, revistas y plaquetas,
sino también en el inabarcable universo de los soportes digitales. La
presentación de 1.000 millones, con
la lectura de varios de los antologados fue uno de los acontecimientos del
Festival.
Entre esas nuevas voces fueron notables la sutileza del
jovencísimo Fidel Maguna (1993), la velocidad pop del venezolano Julio Alberto
Balcázar (1984) o las breves viñetas locales del costarricense Jeymer Gamboa
(1980). Una atención especial merece Tomás Fadel (1990), poeta y editor
mendocino, que leyó fragmentos de su largo texto en prosa La montaña, un ensayo poético que acorrala el paisaje desde la
geología, el turismo, el deporte, la metafísica o la aventura, y recuerda el
tono de “La gran salina”, de Ricardo Zelarayán. También deparó una sorpresa
Charly Gradin (1980), quien trabaja con diversas herramientas de producción
informática de textos. Leyó fragmentos de varios poemas escritos “tuneando”
frases extraídas de búsquedas en Google. Paradójicamente, el resultado suena
más cercano a una balada marinera del romanticismo o a una “temporada en el
infierno” rimbaudiana que al pastiche posmoderno.
Escuchar poesía hora tras hora durante varios días podría
ser una experiencia abrumadora y, sin embargo, el flujo ininterrumpido de voces
permite oír los matices cada vez con mayor claridad. Primero impacta la
entonación, el histrionismo, la lectura preparada para ser dicha en voz alta.
Pero poco a poco la performance atrevida, muchas veces no respaldada por un
texto interesante, va cediendo lugar a los ritmos, el trabajo depurado de las
formas y el hallazgo de tensión que hace parar el oído y abre la posibilidad de
un reconocimiento inesperado. Entre la consabida sonoridad girondiana, la
exposición de la intimidad o la recuperación de la voz de la infancia, empieza
a destacarse el trabajo minucioso con los objetos, la condensación emocional de
una mirada sobre la superficie trivial de la materia cotidiana. Fue el caso de
la breve lectura del bahiense Mario Ortiz (1965), experto en disolver con
absoluta transparencia la frontera entre las palabras y las cosas, la fugacidad
de la vida en la brasa del tabaco, rescatada por la cordobesa Eugenia Cabral (1954):
“y el humo: símbolo de olvido e impotencia/ de querer retener lo que se esfuma/
-antes eterno, ahora fugitivo-,/ breve danza de amor entre los dedos,/ ocaso
que arrastra el cuerpo del día”, o la melancolía abandonada que escribe el
santafesino Francisco Bitar (1981): “La cerveza vieja/ que había en los
envases/ se volvió vinagre incluso antes/ de que llegara este verano/ y cuando
el pasto creció/ hasta la altura de las rodillas/ ya no se distinguía/ el tallo
marrón de las plantas/ del tallo marrón de las botellas”:
Los poemas de Pedro Mairal expusieron esa diferencia de
tonos. Aplaudido por el impacto de sus “Pornosonetos” en la lectura nocturna
del bar, caló mucho más hondo con la cadencia de “Cipriano”, su larga elegía al
“último paisano”, en la sesión vespertina del Centro Cultural Fontanarrosa. “Y
yo que no sé quién soy, mi cara sin historia,/ siguiendo transparente su cajón,
su cuerpo que ahora sí/ se queda quieto,/ pero usted sigue moviéndose, viajando
en mi recuerdo,/ mudándose y mudándose, Cipriano,/ muerto nómade,/ difunto
golondrina”.