El collar de arena



La vigésima edición del Festival, en 2012, rindió homenaje a la poeta santafesina Beatriz Vallejos con la publicación de El collar de arena, obra reunida (EMR/UNL), que lleva en su contratapa palabras de Raúl Gustavo Aguirre y Roberto Retamoso que reproducimos aquí junto con una selección de sus poemas

«Alguna vez estuvimos tentados de proponer la existencia de un tono, de una manera de decir, de una entidad estilística, en suma, propia de los poetas de nuestro Litoral. La transparencia, la quietud, la leve luminosidad de los paisajes, la suavidad de los matices, la libertad de los espacios, cierta condición acuática prevaleciendo sobre otros rasgos, y que les confiere por una parte la permanencia sutil del reflejo, de la imagen especular, pero por otra la sensación de presencia transitoria, brevísima, que produce siempre lo que fluye, nos tentaron a conjeturar una hipótesis semejante. Como quiera que fuere, lo cierto es que en los poemas de Beatriz Vallejos se dan estos rasgos. Como también es cierto que tales rasgos no atentan en modo alguno contra su originalidad, contra su personalidad creadora, ya que constituyen más bien el trasfondo, lo que podríamos denominar el hábitat, de sus creaciones.»
Raúl Gustavo Aguirre


«Beatriz Vallejos asume desde sus primeros libros una actitud poética que la liga fuertemente con el cosmos fluvial, al punto que su segundo libro, de 1952, lleva por título Cerca pasa el río. Pero al mismo tiempo, y a medida que su obra va desarrollándose, su poética va adoptando formas cada vez más nítidas e idiosincrásicas: sus poemas suelen ser pequeñas piezas, compuestas sobre una serie limitada de versos no demasiado extensos, que se constituyen con un rigor verbal inaudito. Esos poemas generalmente hablan del mundo natural, al que parecen cantar de manera reverencial, como si se tratase en cada caso de una experiencia extática singular. Y si bien la poesía de Beatriz Vallejos no se reduce de modo excluyente a semejante campo temático —puesto que también escribe sobre asuntos o cuestiones propias de la vida urbana— su vocación por lo cósmico la lleva a adoptar un conjunto de formas y tonos que evocan de manera indubitable a la poesía oriental.»
Roberto Retamoso



Selección de El collar de arena, obra reunida
Beatriz Vallejos, Editorial Municipal de Rosario / Universidad Nacional del Litoral, Rosario / Santa Fe, 2012.

Rocío

Permanece;
no ha cesado el amanecer.


Un picaflor asentado en una rama
                 bajo la llovizna

Largo tiempo estuvo así.
Bebimos el tenue
silencioso tornasol.
Y recién entonces
levantó vuelo.


Si entonces

Y el zorzal del amanecer
¿todavía asiste? Trae la hebra
y llama, o es el vidrio
de la ventana del oeste,
cerrada ya, si escucho su reflejo
del rectángulo como una hendidura.

Existe, o es su enviado,
o relaciona nuestro recuerdo común
para ese cofre de infancia
de ceremonia cotidiana
¿confinada ya?


El sirirí emigra

Con gritos de júbilo
¿despedida o retorno?

Tanta seguridad
para sus pequeñas alas.
¿Por qué me compadezco?


Vibraba de abejorro la mañana

y era un sentido
de la vida

a la sombra de las hojas
miraba pasar

qué hermosa flor separaban
un gajo

esta mañana
es demasiado pronto


Atardece

apaisado profundo


Del mismo atardecer

la blusa avioletada
del mismo atardecer
dispersaba los gritos

llamaban de lejos
o lloraban?

o escondían el juego
motas del basural

La pianola

La pianola del Viejo Chaleco, contrabandista del puerto, teclea desdentada. Una tecla para el cigarro. El humo desbarata el humo en verdes algas melodiosas. La pianola gargula canciones de Popey. El Viejo camina a pequeños pasos, mudo. Acaso sea chino.
Tira del río y entran por la ventana amarillos y sábalos.
Dice no querer río; tirar del mar dice. Y tira de la cola al mar. El Viejo mide el salón a grandes piernas de pared a pared y se planta en el medio, a dos botas, a escuchar el mar. Acaso sea cosaco. Manivela en vaivén.
El Viejo salta al estaño y baja con un balón de chopp y una bomba redonda. Encendida.
Los dos monos sabuesean el rastro por encima de las mesas de patas de dragón; por debajo de las pilas de los posavasos de corcho.
                                          Caramba,
han pasado cien años.
                                  El Viejo, en la puerta de su cafetín, saluda al barco. La ronca sirena sopla contra el viento. Encalla.
                                          Caramba,
han pasado cien años.




Colastiné entonces

Con el vestido de anchas franjas Georgina estaba en la ventana. Y en el arenal el caballo bayo y mis hermanos.
Escribe, decía mi madre: ultramar, ultramarino. Colastiné era un puerto. Santa Fe una ciudad sin puerto de ultramar (el verdeazul y una idea de espuma de sal de olas y sirenas me llevaba para allá cuando yo todavía no había nacido). Pero ella quería que lo escribiera de este otro modo real.
Y señalaba las banderas multicolores de los barcos sobre el acerado Colastiné junto a la calle ancha de casas de madera. Los vagones del ferrocarril cargados de trigo y de quebracho.
Y orillando, los bares de puertas de vaivén; mujeres en ondulantes boas de plumas.
Llegaba algarabía de acordeones y el afincado idioma de los peones correntinos.
También me recordaba: “era una esterlina contra un peso fuerte”.
Creo precisar los colores circundantes. Algo, al parecer, de rosados y celestes. Y punzó. El negro austero de los atuendos del paisano y el blanco cribado, blanquísimo junto al reflejo de quinqué y alguna guitarra vidalitera, una tonada llegando de lejos.
Y del entreluz cercanísimo de impronta familiar, sobre los estantes de roble tallado un brillo de alquimia en los frascos de cristal y en potes de porcelana esmaltada de la “Farmacia del pueblo”, de José Leonidas Vallejos, mi padre.
Aquí Georgina dejó de mirar el espejo de sus recuerdos en mi cuaderno y cerró la ventana de la fotografía sepia… porque la ventana la borró el agua —undular del agua—. Obstinación del río en cambiar lo que cambia. Y anotó como testimonial de referencia: alrededor de 1902. Colastiné entonces.

San José del Rincón, febrero de 1998.

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