Mario Levrero, foto tomada de Ximenez.
El siguiente texto integra el "Apéndice" de Poemas elegidos, el libro de Rubén Sevlever que póstumamente publicará la editorial de la UNL y se presentará en el XX Festival Internacional de Poesía. MarioLevrero (1940-2004) escribe estas palabras a manera de presentación de una serie de poemas extraídos del libro Enjambre de palabras (1981). Dicha
selección, junto a ese prólogo, apareció en la plaqueta Nº 14 de la
colección El búho encantado, revista El
lagrimal trifulca, 1982.
Apéndice
Por Mario Levrero
Estas reflexiones se basan fundamentalmente en el recuerdo de las
impresiones recibidas hace unos años al leer Poemas 1956-1964, la primera noticia que tuve de Sevlever, y
completadas finalmente con una relectura de este libro más la lectura del
original de Enjambre de palabras.
Sevlever corre el riesgo de transformarse en la expresión más
acabada de la poesía propiamente dicha. Es el riesgo de toda perfección y de
toda actitud contemplativa: no hay vida —vida humana— en estos poemas más
cercanos al equilibrio geométrico de los cristales que al angustioso equilibrio
inestable de los fenómenos biológicos.
La poesía de Sevlever, fuertemente abstracta, busca continuamente
eludir el tiempo real, humano, para eternizarse en un tiempo propio; pero aquí
la contratara de la vida no es la muerte, sino un alcanzar al verbo en la
instancia original en que aún no se ha manifestado en su unicidad esencial. Es
un éxtasis místico, de contemplación pura. Falta —o faltaría, ya veremos por
qué el condicional— el desequilibrio, la imperfección, el pecado original, para
que todo se precipite en la caída hacia el existir.
Poesía difícil, poco atractiva, sin efectismos ni grandes
sonoridades, donde las palabras no alcanzan o alcanzan apenas el umbral de la
significación. La palabra de Sevlever es ante todo sonido, y el poema conjuga
sonidos más que significaciones (sonido en cuanto longitud, frecuencia de onda,
resonancias; no quiero decir musicalidad, palabra que aludiría a otra cosa).
Cuesta visualizar las imágenes propuestas, casi no hay color —casi no hay otro
color que el del sonido; el color de las imágenes es más bien conjugación de
matices de un color único. Sonido, estructura, medida de los ritmos, pero sin
el regodeo sospechoso de quien degusta sus propias palabras; el ascetismo del
poeta no se lo permite.
Si Sevlever usa las
palabras con un mínimo voltaje de significación es quizá porque se siente
traicionado por ellas. Las palabras no pueden dejar de aludir a objetos
concretos, y Sevlever quiere hablarnos de experiencias abstractas, de obscuros
movimientos del ánimo. Los poemas describen operaciones que transcurren en
profundidades donde los “objetos” no son concretos ni tienen nombre; las
significaciones parecen apuntar más bien a un esquema de movimientos, algo
parecido a fórmulas químicas o a los bosquejos que trazan ciertos directores
cinematográficos para indicar el desplazamiento de la cámara los actores.
Por eso sospecho que una cierta melancolía que parece dominar toda
la obra, es apenas una capa superficial que debe quitarse cuidadosamente para
llegar a la obra, donde se encuentra una profunda gravedad. En ese tono
melancólico se ve más al poeta, a su fracaso; sería ésta la imperfección, la
intromisión del yo. En la gravedad, o seriedad, de fondo, está lo que el poeta
quiere transmitir.
Que el poeta fracasa, como fracasamos todos, lo denuncia el hecho
de que no se conforma con un poema único, o con una única versión de ese poema;
toda la obra aparecer como la búsqueda del poema perfecto, el que expresaría
esa única situación posible inicial, donde el movimiento sería más una voluntad
que una realidad. Sevlever continúa trabajando “su” poema año tras año,
impulsado tal vez por esa angustia de la imperfección humana. Es este fracaso
lo que humaniza al poeta y a su obra, en esta experiencia bastante poco usual
de esa mirada hacia una gravedad pura, sin la menor tentación de un gesto humorístico
o gratuito.
No se podría hablar entonces de una evolución en la poesía de
Sevlever, pero sí se advierte una evolución del poeta, en la única dirección
válida: un acrecentamiento de la conciencia, de sí mismo y de su obra, que se
advierte muy claramente en “Odisea del tiempo”, y no creo que sea por
casualidad que el libro se cierre con “Rumbos”, promesa o al menos fuerte deseo
de apertura, como si se permitiera considerar que ha cumplido un ciclo —que su
único poema está finalmente terminado—, creándonos la expectativa de un nuevo
Sevlever imprescindible.
La lectura de estos poemas no deja de tener algo de peligroso.
Sevlever habla de algo verdadero, de una dimensión nuestra que es, pero que
solemos no tener muy en cuenta. Es una experiencia religiosa, sin la debida
protección del rito y el dogma. El peligro radica en la energía potencial que
encierran estas construcciones de palabras, en su capacidad movilizadora, en su
posibilidad de colocarnos en ese momento previo a la creación —de enfrentarnos,
indefinitiva, a la necesidad y a la responsabilidad del pecado original, a la
caída hacia el existir y por lo tanto a la muerte.
Esta es la fuerza de Rubén Sevlever y esta es quizá la razón del
ocultamiento de su obra, la que nunca, pienso, tendrá popularidad pero a la que
seguramente nunca han de faltarle adeptos.
Montevideo, febrero de
1982.
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