En Rosario no se baila cumbia





Frank Báez (Santo Domingo, República Dominicana, 1978), estuvo invitado al XVIII FIPR y a partir de esos días que pasó en Rosario escribió una crónica que recogió luego el libro En Rosario no se baila cumbia (Folía Ediciones independientes, 2011), del que aquí se publican los primeros capítulos, publicados a su vez en El habla de una experiencia. Edita la revista virtual de poesía PingPong. Ha publicado los libros de poesía Jarrón y otros poemas (2004) y Postales (2008), con el que ganó el Premio Nacional de Poesía Salomé Ureña, 2009. También publicó el libro de cuentos Págales tú a los psicoanalistas (2007) con el que ganó el premio de cuentos de la Feria del Libro de Santo Domingo de 2006. Sus poemas han aparecido en diversas antologías; la más reciente es Cuerpo Plural. Antología de la Poesía Hispanoamericana Contemporánea (2010). Actualmente, es catedrático de Unibe, colaborador de la revista Global de Funglode y uno de los poetas del combo de Spoken Word ElHombrecito, con quienes sacó un disco el año pasado, Llegó El Hombrecito.  






Después de un piquete de casi tres horas en la ruta, el ómnibus avanza y en menos de cuarenta minutos estamos en Rosario. Al principio, los terrenos baldíos dan paso a hileras de casas bajas y mal construidas. A medida que avanzamos van apareciendo edificios y el tránsito se va poniendo pesado. El ómnibus pasa debajo de un elevado donde se lee “Bienvenido a Rosario”. Aprovecho y le comento esto a la pareja de rosarinos del asiento del lado que se desperezan. Se trata de Fabio e Irene, una pareja cuarentona que han vivido en Rosario casi toda su vida. Fabio es tan gordo que rehusó abrocharse el cinturón de seguridad para poder comerse con tranquilidad los sándwiches que Irene, su pecosa mujer, preparó y que trajo en una bolsa. Están deliciosos. Me comí uno mientras esperábamos en el piquete. Quisiera pedirle otro, pero no quiero que Fabio se moleste.
Irene habla de Rosario con el entusiasmo de una guía turística. A cada minuto, repite que las rosarinas tienen la reputación de ser las más lindas de toda Argentina. Se refiere a modelos, a reinas de belleza, a presentadoras de televisión, a cantantes y demás mujeres que nunca he oído mencionar en mi vida. Fabio se une a la conversación. Luego de escuchar par de clichés sobre Rosario, Fabio señala el cristal y asegura que la parte que atravesamos es la parte más insípida de la ciudad.
—Colega, hágase como que no ve estos arrabales. Esto es lo que no sale en las postales.
Ya sabe.
Lo de colega se debe a que cuando Fabio me inquirió sobre las razones de por qué iba a Rosario tuve la ocurrencia de decirle que iba a un congreso internacional de ingenieros civiles. ¿Por qué no le dije que me invitó el XVIII Festival Internacional de Poesía de Rosario, que organiza la ciudad y una serie de instituciones? ¿Por qué no le dije que era poeta en vez de decirle que era ingeniero civil? No sé. Quizás porque no quería que Irene me hiciera recitarle un poema. ¿Quién sabe? La cuestión es que al decirle esto, Fabio contestó con orgullo que también era ingeniero. Ingeniero civil. Que coincidencia. En un principio, pensé en decirle que venía a un congreso de psicología, pero tuve miedo que uno de ellos resultara ser psicólogo, o que se tratara de una pareja de psicólogos, lo que no es raro en Argentina donde hay suficiente psicólogos para tratar las neurosis del resto del mundo.
—Che, primera vez que escucho del seminario –expresó Fabio consternado.
—¿En serio? –le contesté fingiendo sorpresa–. Quizás como estaba en Buenos Aires.
—Sólo pasamos dos días –respondió Irene– visitando la nena que empezó en la facultad de medicina. Quiere ser pediatra.
—Es que no se comunican –la interrumpió Fabio–. Son unos pelotudos. En esta época de satélites, de celulares y de internet. ¿Que tan difícil es difundir un evento de tal  envergadura? Hacer una llamada. Mandar una carta. Un email.
Fabio aguardó a que me quejara. Al quedarme callado no tuvo más remedio que proseguir.
—Mirá, yo pertenezco al CIR desde hace veinte años.
—¿Qué es el CIR?
—El Centro de Ingenieros de Rosario.
Buscó en su cartera y extrajo un carnet que me pasó y le devolví al instante.
—¿Vos sabes quien organiza ese evento?
Solté el primer nombre que me vino a la cabeza.
—Horacio Galli.
—¿Quién?
—Sí –dije con más firmeza–, el ingeniero Horacio.
—No recuerdo ningún ingeniero Horacio. ¿Y vos?
—No –contestó la señora.
—Es que no es de Rosario. Espere le paso la tarjetita.
Horacio es el amigo que me ofrece alojamiento en Buenos Aires, quien resulta que es ingeniero y que me entregó su tarjeta porque debajo estaba su correo electrónico.
—Ya veo –dijo Fabio escrudriñando la tarjeta.
Entonces me preguntó en que sitio realizarían el seminario.
—En el hotel Riviera.
—¿En el hotel Riviera?
—Sí, en la sala de convenciones.
—¿Cuántos países participan?
—Nueve. Ocho. No estoy seguro.
—Bueno.
Fabio estaba molesto. Sabía que alguien le había hecho una mala jugada al no invitarle al seminario.
—Está en el centro –dijo Irene.
—¿El qué?
—El hotel Riviera. Le va a fascinar.
Fabio ofuscado sacó su tarjeta y me la entregó.
—Cualquier cosa me llamás. Lo que necesités, che.
—Sí, che, lleválo a una milonga –le dijo Irene a su marido y luego a mí: ¿Le gusta el tango? Los ingenieros son pésimos bailarines.
—No todos.
Esto sirvió para que Irene emprendiera a hablar de lo hermosas que eran las tangueras mientras Fabio buscaba el último sandwich en la bolsa que estaba a sus pies.
Ahora, a pocas cuadras de la estación, continúan dándome consejos sobre Rosario. Entretanto, yo con hambre miro por la ventana y busco las mujeres de las que tanto habla Irene. Finalmente, el ómnibus alcanza la estación y los pasajeros proceden a bajarse. Dejo que Fabio e Irene se vayan primero con sus camperas y se pierdan en el ajetreo y la confusión de la estación. Me apeo de último. Tan pronto recojo mi bulto donde reparten el equipaje, intento escabullírmeles, pero estos me interceptan en un pasillo y me convidan a que compartamos un taxi. Aparentemente, quieren comprobar que realmente me quedo en el hotel Riviera y que la actividad se celebrará allá. Subimos a un taxi. A los diez minutos alcanzamos San Lorenzo. Yo echo un vistazo por derredor y me topo con algunas rosarinas con botas y abrigos. Cuando llegamos al hotel, Fabio e Irene se apean y me ayudan con el bulto que me pongo en la espalda. Luego me besan y me abrazan con mucho cariño. Si hay alguien observando la escena desde algún balcón o desde alguna habitación del hotel de seguro pensaría que se trata de unos padres que se despiden de su hijo.


César Aira no ha respondido. Le echo un vistazo a la pantalla de la laptop. Varios emails de facebook. Invitaciones sin sentido. Ninguna de las cuales pertenecen a César Aira. Hace una semana le escribí un email al escritor argentino para ver si nos reuníamos a tomarnos un café. Pero no respondió. He intentado con varios emails sin recibir respuesta alguna. La última dirección me la dio Washington Cucurto mientras cenábamos en un restaurante de Constitución lleno de escritores y de cecilias.
—Escribile y no le menciones que lo quieres entrevistar.
—¿Es reservado?
—No, che, para que no te pida dinero.
—¿Pide mucho dinero?
—Boludo, estoy bromeando.
—¿Qué le escribo?
—Decile que eres un poeta dominicano. Que eres un poeta joven dominicano.
Así que llevándome de Cucurto le escribí diciéndole que un joven poeta dominicano estaba interesado en invitarle un café. Fue poco después de enviarlo que me di cuenta de que sonaba un poco gay. Aparentemente, lo es, porque han pasado los días y no he recibido ninguna respuesta.
La laptop se queda sin carga. Trato de enchufar el cargador, pero me doy cuenta de que necesito un adaptador. Estos países europeos, digo moviéndome de un extremo a otro de la habitación. Llamo a recepción y me explican que por el adaptador cobran once pesos. Súbanlo, les digo. Entretanto chateo un rato hasta que la laptop se apaga por falta de energía y del adaptador que nunca suben.
Así que sin más que hacer me doy una ducha y bajo a dar un paseo por Rosario. Ya ha anochecido. Paso un dedo por las fachadas. Las siento frías y rugosas. Paso posadas, locutorios, tiendas, semáforos, taxis negros con amarillo, perros negros y marrones, fachadas derruidas y edificios modernos desde donde baja o sube una rosarina con ropa de hacer gimnasia. Como es lunes muchos de los restaurantes y pubs están cerrados.
Entro en la primera heladería que veo. Pido una cajita de ocho pesos.
—¿Qué sabor?
—De frutilla.
—Son dos sabores.
—Ah bien, deme el otro de fresa.
—¿Fresa? No tenemos fresa.
—Ah, dulce de leche entonces.
Me siento a comerme el helado confirmando lo que Irene había dicho acerca de la reputación que tenían las rosarinas. Y no sólo es eso, sino que en todas partes sólo se ven mujeres. Parece como si la ciudad tuviese un ladies night. Además, la temperatura es tan agradable que cuando salgo de la heladería me bajo el zipper del buzo y hasta pienso en quitármelo y enrollármelo en la cintura. Sigo de largo una calle, luego bajo por otra, hasta que alcanzo una avenida tras la cual se ve una terraza con parejas y más adelante una especie de malecón. De pronto veo una corredora. Luego otra, otra, otra y otra. Y otra más. A medida que alcanzo la terraza y el parque se multiplican. Sigo caminando y me topo con otra terraza y un boulevard y más rosarinas trotando. Como mis conocimientos en geografía argentina son pésimos, me sorprendo de que más allá de las rosarinas que trotan se vea el mar. Me aproximo poco a poco hasta que distingo en su majestuosidad las luces de la costa a la derecha y enfrente el mar oscuro. ¿Es el mar? Tiene que ser porque del otro lado no se aprecia ninguna luz. Al principio, me pregunto por la ausencia del característico olor salado, pero debido a la gripe, se me dificulta dar un veredicto. Pienso en preguntarles a las mujeres que caminan si se trata de un mar o de un río. Pero prefiero quedarme en mi ignorancia. A medida que avanzo, le echo un vistazo a la ciudad franqueada de torres modernas de treinta y cuarenta pisos con sus luces prendidas. Es una ciudad grande, digo. Me salen al paso terrazas donde parejas beben vino y más adelante el reguero de rosarinas ejercitándose en grupos de tres o cuatro, de las cuales me llegan sus conversaciones, en su mayoría quejas de que no cogen lo suficiente y de que ni los paraguayos las piropean. Paso terrazas en las que resuenan los tangos y las canciones románticas. Me llama la atención uno que está justo enfrente de un gimnasio donde yo, al igual que las parejas de la terraza, nos entretenemos viendo a varias rosarinas haciendo kick boxing. De repente el viento sopla y no tengo más remedio que subir el zipper de mi buzo y avanzar hasta un negocio donde pido una hamburguesa y una quilmes. Ahí, rodeado de turistas y parejas, luzco como un viudo, aunque esto, por supuesto, no impide que de tanto en tanto alce mi quilmes y brinde por el mar, por las minas y por los ingenieros de Rosario.

Por supuesto, no es el mar que rodea a Rosario, sino el río Paraná. En vez de preguntárselo anoche a una de las mil rosarinas que deambulaban por la ciudad o de buscarlo en internet, me fui a la cama y lo olvidé. Es ahora en que camino debajo de la sombrilla de la poeta Nadia Prado en dirección al Centro Cultural Parque de España que me doy cuenta de que es un río. No le cuento la anécdota a Nadia ni a las otras poetas para que no me tomen por idiota. Recién acabo de conocer a Nadia, que es una poeta chilena, así como a las poetas Ana Gorría de España y a Enzia Verduchi de México. A diferencia de Nadia y Enzia, Ana y yo nunca habíamos estado en Argentina. Ana arribó anoche y al igual que Nadia y que yo, se retrasó dos horas en el piquete. Enzia, en cambio, se retrasó casi cuatro horas. En el ómnibus estaba sentada al lado de una señora que fue hablándole de Rosario. Lo más trascendente que le dijo fue que en Rosario nació el Che Guevara. También le comentó que hoy es el comienzo de la primavera y que de alguna manera coincide con el día del estudiante en el que no hay clase y que por lo tanto los estudiantes aprovechan para abarrotar los parques, matear, realizar picnis, tocar la guitarra, jugar futbol y hasta broncearse. Sin embargo, como en un poema de Walcot, la lluvia está borrando los picnis y no hay señales del sol. Así que los estudiantes desertan de los parques, y los pocos que hay se pasean con sus canastas de sándwiches mojados y desahuciados como hormigas luego de que un niño idiota destruyera su hormiguero. A estos le vamos preguntando la ubicación del CCPE hasta que nos indican que está debajo de la escalera de ladrillo. Ahí alcanzamos la oficina principal preguntando y es ahi donde conocemos a los organizadores y a los curadores del evento quienes nos entregan unas fundas con libros y unas boletas para el concierto de Paco Ibañez que tendrá lugar a eso de las siete.
Sin más, retornamos al hotel. Ana y Nadia se pierden en las librerías mientras yo llego al hotel conversando con Enzia. Después de revisar mi email y comprobar que César Aira no ha escrito, me reúno con las poetas en el lobby y nos dirigimos rumbo al hotel República para almorzar. Cuando salimos, ya el sol está afuera y la temperatura está mucho más cálida.
En el República están varios de los poetas invitados y uno que otro organizador. El restaurante es amplio con varias mesas y varios televisores desde donde se distinguen los conciertos que realizan en Buenos Aires y en Córdoba celebrando la llegada de la primavera. En las transmisiones no pasan nada de Rosario, debido a que aunque salió el sol, el clima sigue siendo desfavorable. Tomo asiento al lado de Ana. Después de comernos la entrada y mientras esperamos el plato fuerte nos entrenemos mirando el programa del festival donde están reproducidas las fotos de los poetas invitados. De las fotos, la que más curiosidad nos da, es la de Gabriela Bejerman. Esta aparece recostada de una hamaca con el pelo suelto, un trago en la mano y sonriente. Sin embargo, lo que a mí me causa gracia es su escote pronunciado.
—Es escritora y perfomance –lee Ana.
—Casi se le ve una teta.
—Je je je.
—Sí, en serio. ¿Qué otra foto te llama la atención?
—Esa de Arturo Carrera con el conejito.
—Ah, pero él no viene.
—¿Por qué?
—Se accidentó. Me lo acaban de contar. Estaba haciendo jardinería en su casa de  Pringles y sin querer se cortó un ojo con la tijera de podar.
—Ah, es horroroso.
—Sí, terrible. Por eso no vendrá al festival.
—Lástima.
—Sí, sí. El es muy amigo de César Aira y quería ver si me podía dar su email o su teléfono.
—¿Te gusta Aira?
—Sí, es el mejor escritor del mundo. Ya me he comprado doce libros suyos. Quiero comprar los que edita Beatriz Viterbo que es una editorial rosarina.
Así que le cuento de mi obsesión con Aira. Y cuando termino, Ana me cuenta la suya con John Ash, un poeta británico, a quien está traduciendo. A medida que hablamos los demás poetas van arribando. Muchos de estos son argentinos. Por lo tanto, saludan con besos en la mejilla. Ya con el paso de los días, me he acostumbrado a esto y he aprendido a darlos. Es una verdadera muestra de afecto. Mi amigo Pablo me explicó que no son los mismos besos que se les dan a las mujeres.
—¿Cómo que no?
—No, che, son diferentes. A las minas se les da con otra intención.
—No veo la diferencia.
—La hay. Tenés que pensarlo cuando das el beso.
Si el argentino es barbudo se supone que es arriba de la barba, no en la barba, según lo que he observado hasta ahora. Creo que es la única diferencia. Al principio me sentía incómodo con lo del beso, no por el hecho de darlo, sino porque a veces intentaba darlo y el argentino en cuestión me tendía la mano, pensando en que era extranjero y que me incomodaría con esa muestra de afecto. Para nada. Creo que esto, al igual que muchas cosas, tiene que ver con el futbol. Ese momento en que meten el gol y los jugadores se saludan afectuosamente. Si pensamos en el beisbol, comprendemos la diferencia, pero sobre todo si pensamos en la influencia de Sammy Sosa y su saludo. Cuando este daba los jonrones y corría al dogout, en vez de abrazar a sus compañeros de equipo les chocaba los puños como para mantener la distancia. Así se saluda la gente en la isla chocándose los puños y sin mirarse a los ojos. ¡Tres años sin verse y se saludan chocándose los puños! ¡Qué neuróticos somos! Igual Fidel Castro cuando visitó por primera vez Rusia. Nikita Jrushschov lo esperaba en el aeropuerto y Fidel Castro conociendo la costumbre rusa en donde los hombres se saludan con besos, se apeó del avión fumándose un tabaco y estrechando la mano al presidente de manera que este no pudiera propinarle el beso protocolar.
En fin, luego de saludar a los poetas, vuelvo a concentrarme en mi plato de comida. Mientras corto el enorme pedazo de carne mechada, llega una poeta polaca, la cual habla un español excelente y toma asiento cerca de nosotros. Pide que nos presentemos. Cuando lo hace Nadia, la poeta polaca comenta que el nombre de ella parece eslavo.
—Ah sí –interviene una de las organizadoras–, eso da a entender que tu papá fue comunista.
—Sí –dice Nadia–, me lo puso por la mujer de Stalin.
—Ah no –grita la polaca–, nosotros odiamos a Stalin. Fue un asesino. ¡Un carnicero!
Al rato, Nadia la tranquiliza explicándole que estaba bromeando.
—Fue por la gimnasta –dice.
Pero la polaca alterada no se traga eso. Como para romper el hielo, le pido que me enseñe cómo se pronuncian los nombres de mis poetas polacos favoritos. Esto la contenta.
Después del postre, retorno a pie al Rivera. Entrando al lobby me topo con nada más y nada menos que al gordo ingeniero que conocí en el ómnibus. Conversa con una de las recepcionistas. Como este queda de espaldas a mí, me escabullo, salgo de vuelta a la calle y me dedico a recorrer las tiendas y las librerías del centro. La tarde vuelve a nublarse.

1
El disco de El Hombrecito cabe a la perfección en el bolsillo interior de mi chaqueta ochentera. Lo traigo conmigo por si llego a cruzarme con don Paco Ibañez. Mejor hubiera sido entregarle un libro, pero como Andrés Nieva aun no ha traído el libro que me editó, no tengo otra opción. El disco lo podría impresionar. Desde los sesenta, don Paco se dedica a hacer temas de poetas clásicos y contemporáneos. Para los que creen en la reencarnación, don Paco en su vida pasada debió ser una antología de poesía española de seiscientas páginas puesta sobre una mesita de noche. En Wikipedia se lee lo siguiente “es un cantante español, cuya trayectoria artística la ha dedicado casi íntegramente a realizar versiones musicalizadas de poemas de autores españoles e iberoamericanos, tanto clásicos como contemporáneos.”
¿Qué puedo ganar si le pido que musicalice un poema mío? Nada. Bueno, que los otros poetas se pongan celosos y se rebelen contra mí durante los almuerzos y las cenas. Que yo sepa don Paco nunca ha hecho poemas de poetas dominicanos. Tampoco ha hecho poemas de Borges. Así que no ha hecho ni a Borges ni a ningún poeta dominicano. Esta puede ser una nueva fuente de quejas para María Kodama y los dominicanos.
Alcanzo la puerta del teatro Príncipe de Asturias donde van ingresando los fans de don Paco. Debido a que las primeras filas están llenas, no tengo más remedio que sentarme en la penúltima fila, al lado de Ana, Nadia y Enzia. ¿Cenará don Paco con nosotros? ¿Estará acompañado de muchos poetas en una mesa aparte? ¿Cuáles poetas se sentarán a su lado? ¿Aprovecho cuando vaya al baño para interceptarlo? Todas estas preguntas y estrategias me hacen recordar a un vecino músico que estaba obsesionado con entregarle a Billy Corgan, el cantante de los Smashing Pumpkins, su demo. Según había oído, Billy Corgan frecuentaba un bar de Boystown del que no recuerdo el nombre. Mi vecino iba a diario al bar y se quedaba sentado en una de las mesas aguardando a que Billy Corgan atravesara la puerta. Tan pronto entrara iría donde él y le entregaría su demo. El demo era una canción malísima que había grabado con una banda de la que había sido expulsado. ¿Por qué te expulsaron?, le preguntaba. Nunca me contestaba. Un día Billy Corgan entró al bar y mi amigo se armó de valor y le entregó el demo. Pero nunca nadie lo contactó. Luego comprendió que no le había dejado ningún dato con el demo y que por lo consiguiente nunca podrían contactarlo. Volvió de nuevo al bar, pero ya para entonces, Billy Corgan se había mudado a Los Ángeles. Por suerte, el cidi de El Hombrecito tiene una dirección de email. Lo mejor es pasarle el cidi de forma clandestina sin explicarle nada. Fuera interesante que lo oyera.
Las luces se apagan. El ruido de los que entran en el teatro y buscan asiento va disminuyendo. En una pantalla que hay en el escenario van apareciendo unos cuadros de Miró y luego una diapositiva con los retratos de una treintena de poetas. Poetas clásicos como Quevedo, Góngora o San Juan de la Cruz. Poetas modernos como Vallejo, Luis Cernuda o Nicolás Guillén. Y contemporáneos como Fanny Rubio. ¿Quién diablos es Fanny Rubio? Le pregunto a Ana que está justo al lado mío y me responde que por lo que sabe es profesora de una facultad de letras de Madrid.
—Pero sale justo después de Miguel Hernández.
—¡Hostias!
Nadia, sentada a mi izquierda, agrega:
—Pucha. Sólo hay tres poetas hembras y más de treinta poetas machos.
—Y no hay dominicanos –añado.
—Tampoco está Borges –dice una señora argentina que está más adelante y que se voltea para no darnos la espalda.
—¡Qué vergüenza venir invitado a la Argentina y no hacer ni un poemita de Borges! –exclama la del lado que se voltea también.
—Tampoco tiene poemas de dominicanos –le digo a la señora.
—¿Vos sos dominicano?
—Lo soy.
—Qué linda es Punta Cana.
—¿Le gustó?
—Es divina.
Entonces se hace un silencio. Están a punto de empezar. Efectivamente, entra don Paco Ibañez y la gente lo ovaciona. Apoya una pierna en una silla y la guitarra en su rodilla. Empieza con las Coplas a la muerte de mi padre de Jorge Manrique. Prosigue con poemas de Quevedo, de Góngora, de García Lorca. Del Arcipreste de Hita, de Becquer, de Jaime Sabines. Canta poema tras poema. Cuando llega a cantar el poema número trece, mi estómago se pone a gruñir. Para el poema veintidós tengo un agujero en el estómago y un dolor de cabeza incipiente.
—Por favor, que pare ya.
—Le falta Vallejo, Gil de Biedma, Goytisolo –señala Ana.
—¡Mierda!
—Falta Alberti, Alfonsina Storni.
—No puede ser.
—¡Dominicano, callate! –vocea una de las rubias de la fila de enfrente.
Ahora don Paco se ha puesto a hablar. Se refiere al imperio, a cómo el inglés se quiere apoderar del mundo, que en todas partes nos obligan a hablar en inglés y a ver películas en inglés con subtítulos en español.
—Yo no soporto ver una peli doblada por españoles.
—¿No?
—Me contaron en Madrid que hasta doblaron la telenovela colombiana el Cartel de los Sapos.
—¿Lo hicieron? Eso es terrible –comenta Nadia.
—Hay un imperio al que debemos derrocar –prosigue don Paco–. Es un imperio que poco a poco se apodera del mundo, de la diversidad, de la cultura.
El público se pone eufórico y aplaude.
—¿Está hablando de los chinos? –pregunto.
—¡Callate, dominicano! –grita la rubia de la fila de enfrente y yo intento modular mi voz.
Don Paco critica los hispano-parlantes que cantan las letras del Happy Birthday. De acuerdo a él, debiéramos proponer un Feliz Cumpleaños escrito en español y que nos identifique como hispanoamericanos. WAIT A MINUTE. “Celebro tu Cumpleaños” es una canción más trascendente que el happy birthday y fue escrita por un dominicano. Esa don Paco podría incorporarla a su repertorio. Pero en cambio, don Paco canta una versión suya de Cumpleaños Feliz que Virginia, que ha tomado el asiento de Nadia, encuentra tenebrosa y que el público tararea de manera agónica.
Tras cinco poemas más, algunos con acompañamiento del bandoneón, sondeo a las mujeres a ver si alguna me acompaña al restaurante.
—Ya viene el de Alberti –dice Ana divertida.
—¿El de galopar? Ese me gusta.
Tras dos poemas más dejo el auditorio como si estuviera enfermo del estómago. Afuera hay un grupo nutrido de desertores fumando y mirando hacia el río. Believe it or not: la mayoría de los desertores son poetas.

2
Como era de esperarse, don Paco no asiste a la cena en el restaurante. Sin embargo, no paramos de hablar del concierto y del temor de que se aparezca con la guitarra en el restaurante y se ponga a tocar los poemas culinarios de Pablo de Rocka. Aunque estoy seguro que si de pronto don Paco atravesara la puerta del restaurante todos los poetas correrían hacia él para rogarle que musicalice sus poemas.
Mientras tanto la mesera y el mesero se aproximan con las empanadas, una botella de vino y una Stella Artois.
Al rato vuelven con platos de carne mechada.
—¡Mi madre! Carne de nuevo.
—¿Comes poca carne? –pregunta Ana.
—Es que es mucha. En la isla lo que se come es pollo.
—¿No se come pescado?
—No, pollo. Me encanta como lo dicen los argentinos: posho. Acecha, Gervasio,  ¿prefieres el pescado o el pollo?
—El posho.
—¿Y tú, Horacio?
—El posho también.
—Para ellos, yo digo poio –le secreteo a Ana.
—Tienen algo de razón. Casi no pronuncias la doble ele.
—Di pollo tú.
Lo hace y comprendo el punto de los argentinos.

3
En lugar de retornar con los poetas al hotel me subo en el taxi que Aníbal detiene y nos dirigimos rumbo a una milonga. A los pocos minutos llegamos a una especie de local.
Aníbal explica que se trata de un centro cultural.
—Es un teatro. Dan clases de tango en la mañana. Deberías venir.
Pasamos al patio interior. En medio de este, rodeados de unas bocinas, hay alrededor de doce parejas bailando tango.
—Sentate ahí –dice Aníbal señalando una mesa vacía y recorre todo el local saludando a amigos y conocidos.
Al rato retorna con una Stella Artois y dos rubias. Aníbal saca a bailar una. La otra se queda a mi lado y yo le sirvo de la cerveza como si estuviéramos en un colmado de la isla.
—¿Por qué la servís así?
—Es para que no haga espuma.
—¿De dónde venís?
—De República Dominicana. Vine al festival de poesía.
—Ah, sos poeta.
—Sí.
—Decime un poema.
Me quedo mirando las parejas bailar. El tango tiene su magia. Es un baile muy erótico. Si uno sabe bailar salsa y tango puede dominar el mundo. La rubia mira a las parejas y dice:
—Mirá al de las rastas. El y su chica son los que mejor bailan.
—Eso veo.
Al rato la rubia vuelve a insistir:
—Decime el poema, dominicano.
Saco el cidi de El Hombrecito del bolsillo de la chaqueta ochentera y se lo entrego.
—Toma, rubia, para que me oigas recitando.
La rubia desenvuelve el disco y yo sigo mirando a las parejas girando hasta que suelto un bostezo. Entonces del otro lado de los bailarines veo a una comitiva que se acerca y entre ellos a Paco Ibañez sin su guitarra. Me doy otro trago de cerveza. ¿Qué más puedo hacer? as co� � a ��y @ �l para rogarle que musicalice sus poemas.
Mientras tanto la mesera y el mesero se aproximan con las empanadas, una botella de vino y una Stella Artois.
Al rato vuelven con platos de carne mechada.
—¡Mi madre! Carne de nuevo.
—¿Comes poca carne? –pregunta Ana.
—Es que es mucha. En la isla lo que se come es pollo.
—¿No se come pescado?
—No, pollo. Me encanta como lo dicen los argentinos: posho. Acecha, Gervasio,  ¿prefieres el pescado o el pollo?
—El posho.
—¿Y tú, Horacio?
—El posho también.
—Para ellos, yo digo poio –le secreteo a Ana.
—Tienen algo de razón. Casi no pronuncias la doble ele.
—Di pollo tú.
Lo hace y comprendo el punto de los argentinos.

3
En lugar de retornar con los poetas al hotel me subo en el taxi que Aníbal detiene y nos dirigimos rumbo a una milonga. A los pocos minutos llegamos a una especie de local.
Aníbal explica que se trata de un centro cultural.
—Es un teatro. Dan clases de tango en la mañana. Deberías venir.
Pasamos al patio interior. En medio de este, rodeados de unas bocinas, hay alrededor de doce parejas bailando tango.
—Sentate ahí –dice Aníbal señalando una mesa vacía y recorre todo el local saludando a amigos y conocidos.
Al rato retorna con una Stella Artois y dos rubias. Aníbal saca a bailar una. La otra se queda a mi lado y yo le sirvo de la cerveza como si estuviéramos en un colmado de la isla.
—¿Por qué la servís así?
—Es para que no haga espuma.
—¿De dónde venís?
—De República Dominicana. Vine al festival de poesía.
—Ah, sos poeta.
—Sí.
—Decime un poema.
Me quedo mirando las parejas bailar. El tango tiene su magia. Es un baile muy erótico. Si uno sabe bailar salsa y tango puede dominar el mundo. La rubia mira a las parejas y dice:
—Mirá al de las rastas. El y su chica son los que mejor bailan.
—Eso veo.
Al rato la rubia vuelve a insistir:
—Decime el poema, dominicano.
Saco el cidi de El Hombrecito del bolsillo de la chaqueta ochentera y se lo entrego.
—Toma, rubia, para que me oigas recitando.
La rubia desenvuelve el disco y yo sigo mirando a las parejas girando hasta que suelto un bostezo. Entonces del otro lado de los bailarines veo a una comitiva que se acerca y entre ellos a Paco Ibañez sin su guitarra. Me doy otro trago de cerveza. ¿Qué más puedo hacer?

Frank Báez, fotografía de Giselle Marino.

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