Prólogo a Todos aquí (Ediciones UNL, 2009)
por Osvaldo
Aguirre
El XVI FestivalInternacional de Poesía de Rosario se desarrolló entre el 6 y el 9 de noviembre
de 2008, con sede central en el Centro Cultural Bernardino Rivadavia y
actividades simultáneas en instituciones y centros culturales de distintos
puntos de la ciudad de Rosario. Organizado por el Ministerio de Innovación y
Cultura de la provincia de Santa Fe y la Secretaría de Cultura de la
Municipalidad de Rosario, estuvo dedicado a homenajear la figura y la obra de
Juan L. Ortiz y tomó como divisa uno de sus versos, Todos aquí para mirar arder y
encenderse este fuego.
Con la experiencia
de los encuentros anteriores, en esta edición agregamos nuevas actividades y
tratamos de profundizar líneas de trabajo ya implementadas. Entre las
principales innovaciones se contaron La Isla de la Poesía, un festival pensado
para los chicos, con la participación de músicos y de escritores de literatura
infantil y juvenil y el programa Capital de la poesía, destinado a llevar al
Festival, y a los poetas participantes, a distintos lugares de la ciudad. La
frase “Capital de la poesía” no es un simple slogan ni algo que nos hayamos
inventado; la tomamos de una carta que Edgar Bayley le escribe a Francisco
Gandolfo, en octubre de 1982: “Suelo decir siempre que Rosario es la (nuestra)
capital de la poesía”.
Y viene a cuento,
ante todo, de un elemento definitorio del Festival, que es su carácter de
encuentro. Por lo menos desde principios de los años 60, cuando escritores como
Francisco Urondo, Hugo Gola, Aldo Oliva, Rubén Sevlever, Hugo Padeletti, Juan
José Saer, Jorge Conti y Noemí Ulla, entre otros, comenzaron a reunirse y a
discutir alrededor de algunos bares vecinos a la Facultad de Filosofía y Letras
de Rosario y de Pausa, El
arremangado brazo y otras revistas
que marcan un legado aún por asumir, Rosario fue un sitio de encuentro,
discusión y realización de proyectos, y de literatura. El Festival continúa con
esa tradición.
También trabajamos
en el rediseño de la programación, para dar mayor lugar, aparte de las lecturas
tradicionales, a las perfomances, los paneles de debate y la inclusión de otras
manifestaciones artísticas, en este caso el cine y la canción, en sus
relaciones con la poesía. A la vez vale la pena destacar las permanencias, las
líneas que se mantuvieron: la edición de poesía y la traducción como temas de
discusión, por ejemplo, y sobre todo la pluralidad en términos estéticos y el
equilibrio entre nuevos poetas y poetas con experiencia como criterios básicos
de convocatoria. Como parte del proyecto surgió la idea de un libro, con el
propósito de documentar un capítulo de la historia del Festival y contribuir a
la planificación de ediciones posteriores. Así, este volumen presenta algunos momentos,
voces e impresiones obtenidas en el transcurso de la XVI Edición. El registro
de las obras, las reflexiones y los debates que atraviesan el Festival es una
nueva posibilidad de trabajo, y se plantea con el sentido de continuar con el
movimiento del encuentro, para dar nuevas posibilidades de circulación a los
poetas y sus trabajos, realimentar al mismo Festival y proyectarlo en nuevas
direcciones.
Todos aquí
para mirar arder y encenderse este fuego: las palabras de Juan L. Ortiz significan también el espíritu del Festival
y de la propia poesía, ese espacio que nos requiere y que necesita de muchas
voces para ser mantenido con vida.
Nadie sabe lo que leen
los lectores. Entrevista a Rodolfo Fogwill
Por Eliezer Budasoff
Los tres primeros días de julio de 2008, para cumplir con una promesa,
una niña entrerriana recorrió las principales librerías de Buenos Aires
preguntando por Fogwill. Ella y su novio se detuvieron en unos veinte locales y
repitieron la consigna: “Estamos buscando Los
pichiciegos, de Fogwill”. En cada lugar escucharon la misma respuesta: “Lo
teníamos, pero se agotó. Hasta que no se vuelva a editar no lo van a conseguir
en ningún lado”. Hay que decir que todo eso contradecía una verdad estadística,
que supone que los que se agotan son los lectores, y no las obras de los
escritores argentinos. La muchacha terminó en el depósito de un negocio chico,
marginal, hurgando entre los libros con la propietaria, que perseguía lo mismo:
“Yo sé que tengo una pila en algún lado”, le dijo, “pero no los encuentro.
Ahora vienen muchos a preguntar por ese libro. ¿Te lo piden en la facultad?”.
Ella dijo que no, que era para regalar. Y al otro día se volvió a Paraná con un
ejemplar de la última edición de Los
Pichiciegos, agotada.
A la hora de cumplir con su promesa, la joven ya pensaba que podía hacer
negocios con su descubrimiento, comprar y revender esa pila oculta de Pichis como si fueran entradas para el
recital de Madonna. Por eso, cuando entregó el regalo, se asesoró con dos
preguntas. Una: “¿Qué tiene Los
pichiciegos que no se consigue?”. Dos: “¿Quién es ese Fogwill?”. Este
cronista, destinatario del presente, le respondió a su hermana con cuatro
frases publicitarias, dos y dos, haciendo una especie de síntesis muy acotada
de la mitología Fogwill. Una: “Los
pichiciegos es el mejor libro que se ha escrito sobre Malvinas”. Dos: “Lo
escribió en tres días, con diez gramos de cocaína. Un crítico británico dijo
que si hubiese consumido 120 el libro sería aún mejor”. Tres: “Es uno de los
mejores escritores argentinos vivos”. Cuatro: “Fogwill es un viejo bardero,
dice lo que se le canta, dice que este país es muy careta. Leé alguna
entrevista, vas a ver; son buenísimas”. Se supone que esta información, acotada
y efectista, basta para producir empatía o curiosidad entre gente sensible y
desencantada, lo suficiente como para que alguien con poca paciencia se
aproxime y descubra por sí mismo la obra de Fogwill. Es mejor que ofrecer una
hipótesis personal sobre Rodolfo Enrique Fogwill, el escritor, y decir que su
figura en los campos literarios e intelectuales de Argentina es el resultado de
la puesta en escena de una aparición/desaparición, un centelleo constante.
Fogwill, como descubrió la joven entrerriana que buscaba sus libros, es una
ausencia presente y una presencia ausente, simultáneamente.
Ausencias: a los periodistas les gusta atribuirse una pequeña dosis de
heroísmo cuando presentan una entrevista a Fogwill, que tiene fama de mal
arreado. Un mito falso de la prensa. Rodolfo Fogwill es un entrevistado
generoso, que forma parte de una especie en extinción delante del grabador:
escucha las preguntas, piensa, y responde lo que piensa. Su arte con las
entrevistas, por el contrario, salva a cualquier mal entrevistador del
desastre. Este cronista se lo dice, y Fogwill lo confirma con una respuesta
breve, señalando el grabador: “¿Está grabando esa mierda?”. Sí, desde antes de
entrar a la habitación. Presencias: Fogwill, o “lo que queda de Fogwill”, como
se presenta al abrir la puerta, tiene un poco de cara de loco, igual que en las
fotos; un aire lejano a Dalí que ronda sus bigotes cuando se ríe. Llegó a la
ciudad esta madrugada, para participar del XVI Festival Internacional de Poesía
de Rosario, y está cansado. “Bah, caminé como un hijo de puta, barranca arriba”,
explica, y le resta importancia. Sentado en la cama, en cueros, Fogwill juega
con un alfiler de gancho, el que usa para pinchar los cigarrillos que no
debería fumar. “Mirá”, dice, y señala dos broncodilatadores, pastillas y otros
implementos en la mesita de luz. “Yo no tengo más pulmones, se acabó”, dice.
Después de esa sentencia, este cronista quiere iniciar el diálogo de otra
manera, pero la pregunta le sale así, terriblemente boluda:
– ¿Cuántos años tenés?
–No importa la edad. Esto te puede agarrar a los 40. Tengo 67. A mi
viejo le agarró a los 58 y murió, no sé, a los 60, 62. Algunos tíos míos a los
50, y murieron al tiro. Al toque. Yo voy a tirar unos años más, pero mal,
viste. Mal porque para rendir tengo que estar un día sin fumar. Para nadar diez
piletas rápido tengo que hacer una hora de trabajo preparatorio. Yo nadaba,
nado. Para lograr el estado en el que un nadador tarda 5 o 10 minutos de
calentamiento, yo tardo un día de preparación previa y por lo menos tres o
cuatro horas de ejercicio. Porque el broncodilatador funciona hasta cierto
punto, pero llega un momento que se vuelve contraindicado. Te empieza a dar
taquicardia, temblores, pérdida de lucidez…
–En tus cuentos y
novelas, como en Los Pichiciegos, hay algo que
murmura el lenguaje de los personajes. Algo que tiene que ver con el sonido de
las palabras, con los diálogos. Pareciera que sos uno de los pocos escritores
argentinos que viven en Capital Federal que conoce el resto del país.
–No, pero yo no conozco tanto. Lo inventé. Lo inventé a partir de
restos. Vos también lo sabés a eso, si afinás un poco el oído vas a ver que lo
tenés. Es como esas rubias que fueron a ser gatos al mundial de fútbol en
Alemania, y se quedaron, alquilaron un departamento, tienen un autito. Y ahora
no tienen laburo, porque ya no hay tanta plata para comprar puta barata, y
cantan tango. No es que sean buenas cantantes, pero cualquier argentino canta
tango mejor que un alemán, ¿entendés? La necesidad te crea la función.
–Pero hay escritores que
no lo logran. No aparece ese murmullo.
–Y bueno, porque, pará, esto tiene mucho que ver con otras cosas. Tiene
mucho que ver con algo de mi pelea con lo que llaman “la academia”. Yo siempre
digo: de la facultad de Letras, prácticamente, con todo lo que produce y lo que
cuesta, han salido apenas unas pocas figuras intelectuales interesantes. Pero
no han salido escritores. ¿Por qué no pueden producir escritores? Porque están
prisioneros de la ideología de la escritura, como algo que tiene que ver con la
redacción, que tiene que ver con el manejo de las palabras. Y no es eso: tiene
que ver con el cuerpo, con el oído, con la interacción social. Y ellos al
cuerpo, al oído, y a la interacción social los subordinan a las pautas
universitarias.
–¿Conocés la producción
literaria del interior del país?
–Lo que me llega lo miro con mucha curiosidad. Conozco escritores del
interior del país. Es muy irregular la producción. De golpe aparece un Tizón en
Jujuy o, yo que sé, en Villaguay aparece Juan L. Ortiz, cosas así. Pero es muy
difícil. A los rosarinos uno ya no los considera “el interior”. Tienen su
propia capital, tienen una máquina ¿no? Pron, Fontanarrosa, Gandolfo, Oliva…
Bueno, hay muchos. Los cordobeses también están bastante asimilados, a pesar de
que hay una producción cordobesa que no llega a Buenos Aires, y es buena. En
poesía está (Alejandro) Schmidt, por ejemplo, de Villa María, que es muy bueno.
Sí, leo, trato de leer todo lo que me llega.
–¿Te parece que los escritores
del interior tienen posibilidades de trascender?
–Yo creo que sí, en la medida en que no se asuman como escritores del
interior. Lo que es muy desagradable es el fenómeno de esos tipos que son el
poeta local, al que todos admiran en la ciudad y no pudieron nunca penetrar.
Tienen todas las condiciones para ser figuras en el mercado de lectura de
Buenos Aires. Y, sin embargo, se quedan en el embelesamiento con su éxito
literario sustancial en un pueblito. Creo que el interior, proporcionalmente, por
cantidad de población, debe tener mejores escritores que Buenos Aires, donde no
hay siete poetas como Sergio Raimondi, el bahiense. Santa Rosa La Pampa es una
cagadita de ciudad, y Buenos Aires no ha producido 25 poetas como (Juan Carlos)
Bustriazo. La negra –yo le decía Mercedes Sosa y se enojaba– Olga Orozco viene
de un pueblito de mierda, peor que Paraná. El mayor de los poetas jóvenes
argentinos es entrerriano: Daniel Durand, por lejos. Yo creo que el aislamiento
es buenísimo. Y que el provincianismo es gravísimo.
–La literatura concebida
como entretenimiento ¿degrada a la literatura o degrada a quien la escribe y a
quien la lee?
–Yo creo que la literatura debe ser un entretenimiento para la gente que
no se entretiene con los productos industriales. Creo que la poesía debe ser un
material de entretenimiento, en la escucha y en la lectura, para la gente que
no se puede entretener con las trivialidades de la industria cultural.
La experiencia sensible
La mitología Fogwill está plagada de vicios, informaciones sobre un
rasgo biográfico que se traducen en x gramos por obra, en x atados por día.
Sustancias y cantidades, previsiblemente, varían de una entrevista a otra,
atraviesan sus textos y animan al escritor, artífice de sus propias leyendas,
que ejercita como nadie el arte de las confesiones escandalosas. Lo que importa
no es el objeto: es la inercia de la compulsión la que acompaña a Fogwill, a
tal punto que se ha hecho inseparable de su figura como artista. “Desde chico
viví en la compulsión”, confiesa. “Me copaba con las motos, con las armas, con
los barcos. Con comprar. Mirá, te doy un ejemplo. Mi papá murió en 1976. Yo
entonces, por poner una cifra, ponele que ganaba cien por mes. Mi papá había
dirigido una empresa, tenía un pedazo de esa empresa y cobraba una jubilación
muy buena, la más alta que había en ese momento, ponele 20 por mes. Y a fin de
año le quedarían otros 30. Ganaba cinco veces menos que yo. Creo que hasta su
última convalecencia, no pasó un mes sin que yo lo mangara. Nunca me alcanzaba:
tenía el doble, y gastaba el triple.”
–¿Cómo cortaste con los
vicios? ¿O simplemente lo que hiciste fue trasladar las compulsiones hacia la
producción? No sé si tiene que ver con la literatura…
–Noo, tiene mucho que ver.
Mi teoría es múltiple. Yo tuve milagros de conversión. En un momento, me quedé
sin casa y sin nada. Vivía en la pieza de servicio de la casa de (Sergio)
Bizzio, que era un departamentito de clase media. Pero mi éxito social seguía
invicto. Tenía muchas minas. Un día, una novia, que era muy rica, me dijo que
me fuera a vivir con ella. Le dije que no, y entonces me dio un departamento
debajo del suyo, y me llevaba a comer a su casa. Esa mina era discípula de Sai
Baba. Escuchaba la música que le mandaban, pero además seguía también la dieta
de ellos. Me enseñó a cocinar y a comer sus arroces, sus salsitas, sus porotos,
y me hice vegetariano por un tiempo. Cuando me hice vegetariano, desaparecieron
las compulsiones. Desaparecieron. Bajé infinitamente el hábito de fumar, no
tomé más cocaína, pero me fui transformando rápidamente en un vegetal. Un poco
está contado en mi novela Vivir afuera,
la parte que se llama “La época del pescado”.
–¿Eso afectó tu
escritura?
–Sí, claro. En esa etapa podía escribir. Incluso recuerdo que tenía que
escribir un cuento, lo escribí, y no es un mal cuento, Restos diurnos. Podía escribir pero no me interesaba, ¿para qué iba
a escribir?
–Recuerdo haber leído que
antes de tu comienzo en la literatura vos escribías mucho, que tenías mucho el
ejercicio, y que de hecho escribías cualquier cosa.
–Sí, sí, sí. Discursos para intendentes, para diputados, discursos para
cámaras. Lo que me pagaran…
–Una plantilla de
horóscopos de los chicles Bazooka…
–…Una sola, sí, los horóscopos, y los chistes de los chicles Bazooka.
Cualquier cosa. Cosas rarísimas: la correspondencia de un banco norteamericano.
Un banco me pedía que le hiciera las cartas, porque le tenía que mandar cartas
a David Rockefeller, que estaba aterrorizado porque Perón iba a ganar las
elecciones en el 73, y yo armaba la línea de la carta. Qué se yo, cualquier
cosa, hice cualquier cosa.
´
–¿Eso fue importante para
tu obra literaria?
–Sí, sí. Es importantísimo. Podría haber hecho lo mismo tal vez si
hubiese sido el periodismo. Yo me lo preguntaba el otro día. Porque tengo un
ejercicio ridículo: tengo que escribir lo que quiero decir en sólo 2.666
caracteres. Se me ocurrió ponerme un límite así, por el nombre de la novela de
Roberto Bolaño. Negocié con el diario Perfil que me paguen por esa cantidad. Y
me tengo que constreñir. A veces fallo porque hago 2.670, pero ese ejercicio te
fortalece la capacidad de escribir brutalmente. Arrancás con una cosa de 4.000
caracteres, y la decís de nuevo en 2.500, con todo lo que querías decir.
Incluso podés agregar cosas. Es un ejercicio brutal. Digo, ¿por qué los
periodistas no producen o producen muy pocos escritores? Al revés: se nutren de
escritores. Agarran escritores y los vuelven periodistas. A pesar de que hay
tipos que sí, que hicieron carreras periodísticas o de redacción, como Miguel
Brascó, pero no es muy frecuente. ¿Por qué no pasa? ¿Por qué los deteriora el
periodismo en vez de producir escritores? Porque el periodismo no es solamente
escribir. Hay que estar también en el mundo de la redacción, en el mundo de ese
sistema siniestro de poderes, y eso te mina. Te mina porque seguís dominando el
oficio pero no dominás tus inclinaciones. Y porque, evidentemente, el medio te
domina. Te casás con la Fortabat y en seis meses, entre las comidas, el
champán, los cuadros, los quilombos, ya no sos vos. Sos otro tipo.
–Escribir sobre cualquier
cosa, ¿enseña algo acerca de cómo toma la palabra escrita el público que no
está habituado al ejercicio de escribir?
–No tengo idea. Nadie sabe lo que leen los lectores.
–Yo me refiero a lo que
leen los no lectores. Y no exactamente lo que leen: lo que significa el
lenguaje para los no lectores.
–Es que nadie sabe, nadie sabe. Es que para la gente, viste… Si la gente
te canta canciones de León Gieco. Yo que sé. Piensan que Joaquín Sabina es el
extremo de la sensibilidad masculina. Piensan que este pelotudo mediocre,
soldadito cubano Silvio Rodríguez es un revolucionario, ¿no? Y es un racista:
fijate sus letras. Las chicas cantan arroz con leche y no se dan cuenta que es
una canción lesbiana. “Yo soy la viudita del barrio del rey, me quiero casar y
no sé con quién. Con esta sí, con esta no. Con esta señorita me caso yo”. Es
una tor-ti-lle-ra. Y no se dan cuenta. Las palabras y la gente funcionan como
otra cosa.
Los libros de la guerra
La literatura, dice Fogwill, está ligada a prácticas sociales, a un
hacer, a la construcción de mitologías personales que surgen de la experiencia.
Tampoco lo dice así. Fogwill dice: “Las madres siempre quisieron tener un hijo
puto. Es el sueño de que las van a acompañar hasta el final. Pero esto venía a
cuento de que las prácticas sociales son fundamentales”. Es la versión compacta
de una idea anterior; una pregunta sobre el surgimiento de los escritores y una
reflexión de Fogwill sobre la relación entre los escritores y la guerra: “Acá
las señoras de clase media quieren tener un hijo escritor: lo último que
quisieran es que vuelva la colimba, a ver si le cagan la carrera al nene ¿no?
Yo recordaba el otro día la imagen de Apollinaire, con la cabeza vendada porque
le había explotado una granada. Por no hablar de Saint Exupery, que se cayó del
avión. Antes los escritores se pasaban cinco años en las trincheras, esos
escritores soviéticos que acompañaban al ejército rojo durante toda la campaña
de Polonia en la época de la revolución. Vonnegut estuvo preso en un campo de
concentración. Hay grandes escritores que tuvieron una experiencia militar
límite. Jünger, coronel heroico del ejército alemán, fue jefe de cultura de la
ocupación alemana de París…
–George Orwell en la
guerra civil española…
–Ah, sí, pero eso tenía algo de turismo revolucionario. Es una cosa a la
que no se le presta atención.
–¿De dónde salen hoy los
escritores? No los produce la facultad de Letras, no los produce el periodismo…
–Yo qué sé, de todos lados. Te podría decir de dónde salen los que me
interesan a mí. Pero habría que ver uno por uno. Creo que el lumpenaje
cultural, “la bohemia” entre comillas, es una buena fuente de escritores. Pero
nadie puede entrar en la bohemia. Vos no podés decir hoy: “Me hago bohemio y
empiezo”, porque no te la bancás. Morís antes de cirrosis hepática, o quedás
preso por drogadicto, internado en una clínica de rehabilitación. Pero la
bohemia sigue produciendo.
–Igual, hay escritores
como Borges, que “vivía en estado de literatura”.
–Sí, eso decía la Ocampo. Pero yo creo que Borges es el producto de una
rara Bohemia. Esas interacciones con todo el grupo Martín Fierro que están
relatadas ahí, en el Adán Buenosayres.
Esas relaciones con Macedonio, esas relaciones de detectives, con los
ultraístas españoles. Borges quedó para siempre con esa actitud, cómo se diría,
de un “bohemio cajetilla”, de un Dandy, que aplicaba una práctica natural de
las clases dominantes argentinas: la de encontrar mecanismos de descalificar lo
que viene, las nuevas modas, las formas de vestir, no ir de vacaciones a tal
lugar, esas cosas. Del arte del arte de la segregación y de la injuria de la
clase dominante, Borges rescató la lucidez. Una lucidez abastecida por el
conocimiento de la filosofía y un conocimiento muy actual del pensamiento.
–¿Te parece que la
literatura tiene que tener alguna función?
–Obviamente.
No tiene que tenerla, pero la tiene, aunque nadie se lo proponga. No hay un
deber. Tiene una función, tiene muchas, la literatura y la poesía tienen
funciones básicas. Hablamos de literatura, de la creación de ficciones mediante
palabras. De la creación de emociones mediante palabras. De la creación de
ideas mediante palabras. Te recomiendo que tengas en cuenta un libro, que es uno
de los más importantes de la Argentina. El
Parménides, de César Aira. En ese libro ha puesto una tesis que suscribo.
Parménides era un poeta al que le encargan que escriba un libro que se le
ocurrió al rey. Así se pasa veinte años trabajando, cobrando enormes sueldos, y
no llega a ninguna conclusión, hasta que un día, de tanto hablar con el rey,
Parménides empezó a darle orden a esas ideas. Y así hace el famoso poema de
Parménides, que es el fundamento de nuestra filosofía. Y creo, si vos lo mirás,
que es el fundamento del pensamiento occidental, y del pensamiento científico
contemporáneo y de la lógica. Es un chiste eso. Digo, la literatura sirve para
eso, para que aparezcan Parménides cada tanto que funden nuevos mundos. Eso
vale para la poesía también.
Fabio Morábito y Rodolfo Fogwill en el XVI FIPR. Fotografía de Quicho Fenizzi.
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